Si algo puede destacarse de
El parisino es su naturaleza binaria, porque es una novela, pero no una novela sin más. Al centrar gran parte del argumento, atención y desarrollo en el inicio del conflicto palestino-israelí a raíz de los cambios operados en Oriente Próximo a causa de la Primera Guerra Mundial (la historia se desarrolla entre 1914 y 1936), podría leerse como una novela histórica. Pero abordar dicho conflicto ya supone una toma de posición ideológica, más si cabe si se hace desde el ámbito de la ficción, cosa que la convierte en algo
vivo. Porque todo el libro exhala una sensación de opresión que hace que de la lectura del mismo nazca una segunda toma de posición, en este caso, lectora. Pues asistimos a la vida diaria en el imperio turco y luego en la Palestina del Mandato británico, tan reglada, encorsetada y asfixiante; a la impotencia del pueblo palestino y su lucha de liberación; a esa incomprensión familiar y social que no permite una vida libre. Y al estar todo ello situado en un espacio y un tiempo también reconocible a día de hoy, el libro casi se lee como un manifiesto, incluso como un libro de Historia. Un libro que se vive.