Cuando el régimen criptocomunista húngaro ya no da más de sí, la vida en la explotación, un enclave rural gestionado en régimen cooperativo, ha degenerado hasta la desesperanza. La descomposición de la sociedad, sometida a las inclemencias atmosféricas, al sol y al polvo, a la lluvia y al barro, compone un desolado paisaje de derrota y desamparo, y tiende a una insoslayable decadencia moral. Bajo un cielo gris plomizo que amenaza con derrumbarse sobre sus cabezas, y en la soledad de un otoño improductivo e intimidante, los distintos personajes, cada uno con su decepción y sus miserias, se arrastran por una existencia sin objetivo y sin más aspiración que ver pasar la interminable sucesión de los días en su insustancial cotidianidad. Descartada la posibilidad de huida –¿para qué? ¿hacia dónde?–, de librarse de ese
genius loci que les tiene aprisionados, la única esperanza de sus habitantes renace con la llegada de Irimiás, el regreso del desaparecido, el redentor, el justiciero, el pentecostal beckettiano que redimirá de la miseria y la injusticia y levantará el velo de un futuro lleno de confianza y prosperidad. Pero la remisión nunca es de balde y todos los redentores tienen su precio.