Si tuviésemos que inventar un no-lugar –abducidos, inmersos y atocinados como estamos en esta arrolladora ¿metamodernidad?– que sea «Zarzahuriel». ¿Que por qué imaginar esto? Sencillo: concédeme un momento, para que así pueda explicarte con más calma, pero no más puntería. Un «jambo», un tal Manuel o un desgraciado que apenas sabe que lo es, apunta, con grandísima torpeza, sobre el cuello de un antidisturbios en el portal de su casa con un destornillador. ¿Lo habrá matado? Mira, chica, ni idea. Se marcha corriendo, consciente de que ha emprendido una huida. Esto sí lo sabe. Recurre a su tío, o algo parecido, que es quien se encarga de contarnos la historia y de proveerle víveres del Lidl, ¡del Lidl! A partir de aquí, un cóctel molotov o un gin fizz: el descaro de Machado en el Juan de Mairena; la burda inocencia de Rousseau en El buen salvaje. El caso es que si tuviésemos que pensar en un autor, fresco, exigente, muy al estilo siglo XVI, más de Quevedo que de Góngora, por supuesto, que sea Santiago Lorenzo. El único que puede hablarnos de quién son los asquerosos, veramente; el único capaz de situarnos, a través de la literatura, en un «estado de beata comicidad».