Correr


Correr

En los Juegos Interaliados de Berlín, en 1946, al ver detrás del cartel de Checoslovaquia a un solo atleta desmañado, todo el mundo se ríe. Y cuando ese atleta, que no se ha percatado de que lo convocan para participar en su prueba, atraviesa el estadio como un loco gritando y agitando los brazos, los periodistas sacan veloces sus libretas. Pero después, cuando en los cinco mil metros y ya con una vuelta de ventaja acelera sin parar y cruza la meta en solitario, los ochenta mil espectadores estallan en un clamor.
El nombre de ese muchachote rubio que siempre sonríe no lo olvidarán nunca: Emil Zátopek. Su aire dócil y amable es una trampa: desde que descubrió que correr le gusta, ya nadie ha podido pararlo. El hecho es que siempre quiere saber hasta dónde se puede apurar. El estilo no le importa: corre como un excavador, la cara deformada por un rictus, sin aspirar a la elegancia. Es simplemente un motor excepcional sobre el que se han olvidado de montar la carrocería.
En pocos años y dos Olimpiadas, Emil se convierte en invencible. Nadie puede pararlo: ni siquiera el régimen checoslovaco, que en vano lo espía, limita sus traslados y distorsiona sus declaraciones. Emil corre, corre siempre. Corre contra su decadencia, y sonríe. Incluso en las minas de uranio adonde lo destierran porque ha apoyado a Dubcek, y también mientras sigue con breves zancadas el camión que recoge la basura de Praga. Ni siquiera Moscú puede pararlo...