Iconocracia. Imagen del poder y poder de las imágenes en la fotog


Iconocracia. Imagen del poder y poder de las imágenes en la fotog

En febrero de 1957, Herbert Matthews publicó en The New York Times el primer reportaje de alcance mundial sobre la revolución cubana. Lo había realizado en Sierra Maestra, durante la lucha guerrillera, y aquella crónica lo convirtió en un pionero. Tanto de la fascinación occidental por aquel proyecto como del lanzamiento universal del entonces joven líder del mismo. Fue tal el impacto de este reportaje, que Anthony Depalma llegó a definir a Matthews como «el hombre que inventó a Fidel Castro».
La realidad, sin embargo, fue otra: tanto el reportaje como las fotografías que lo ilustraban encajaron perfectamente en los planes de un programa político que, desde el principio, había enfocado su estrategia en dos direcciones. Una, hacia la historia. Otra, hacia la imagen. Por esa razón, de cara al mundo, lo cierto es que la revolución cubana jamás necesitó un departamento de propaganda, pues este siempre estuvo siempre bien cubierto: lo mismo por Cartier-Bresson («el ojo del siglo») que por Barbara Walters; por Time o por la CNN. Todo ello, sin menospreciar a una nutrida tropa de fotorreporteros cubanos de primer nivel (Korda, Corrales, Salas, Noval…). La cubana fue la primera revolución de su tipo en el uso extendido de la televisión y, a diferencia de otros países comunistas, fue la fotografía, y no las estatuas gigantescas, la encargada de difundir la iconografía oficial.
Esto describe el origen de lo que bien podríamos llamar la «Iconocracia», un modelo de gobierno que, entre sus muchos poderes, sostuvo el enaltecimiento de su imaginario a través de la imagen fotográfica. Y eso es lo que explica que el arte cubano posterior no solo se viera obligado a lidiar con esa tradición fotográfica mayúscula, sino también con su mitología, así como con la necesidad de gestionar y traspasar tanto su discurso estético como sus mitos.
Esto es, precisamente, lo que recorre la exposición Iconocracia, que agrupa, alrededor de la fotografía, a creadores del arte cubano de varias generaciones que, pese a su diversidad biográfica, estética o directamente política, coinciden en su desafío hacia lo que se ha asimilado y extendido como Fotografía Cubana.
La realidad, sin embargo, fue otra: tanto el reportaje como las fotografías que lo ilustraban encajaron perfectamente en los planes de un programa político que, desde el principio, había enfocado su estrategia en dos direcciones. Una, hacia la historia. Otra, hacia la imagen. Por esa razón, de cara al mundo, lo cierto es que la revolución cubana jamás necesitó un departamento de propaganda, pues este siempre estuvo siempre bien cubierto: lo mismo por Cartier-Bresson («el ojo del siglo») que por Barbara Walters; por Time o por la CNN. Todo ello, sin menospreciar a una nutrida tropa de fotorreporteros cubanos de primer nivel (Korda, Corrales, Salas, Noval…). La cubana fue la primera revolución de su tipo en el uso extendido de la televisión y, a diferencia de otros países comunistas, fue la fotografía, y no las estatuas gigantescas, la encargada de difundir la iconografía oficial.
Esto describe el origen de lo que bien podríamos llamar la «Iconocracia», un modelo de gobierno que, entre sus muchos poderes, sostuvo el enaltecimiento de su imaginario a través de la imagen fotográfica. Y eso es lo que explica que el arte cubano posterior no solo se viera obligado a lidiar con esa tradición fotográfica mayúscula, sino también con su mitología, así como con la necesidad de gestionar y traspasar tanto su discurso estético como sus mitos.
Esto es, precisamente, lo que recorre la exposición Iconocracia, que agrupa, alrededor de la fotografía, a creadores del arte cubano de varias generaciones que, pese a su diversidad biográfica, estética o directamente política, coinciden en su desafío hacia lo que se ha asimilado y extendido como Fotografía Cubana.