Clarice Lispector, el lugar de la poesía

Clarice Lispector, el lugar de la poesía
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«Difícil sustraerse al encantamiento que produce internarse
en la obra de Clarice Lispector. Hablo de encantamiento
y no de encanto. Hablo de arrobo, hechizo, sortilegio,
más que de frío y melindroso agrado, haciéndome eco aquí
de aquella tradición según la cual no ha habido entrevista,
biografía, reseña, perfil, prólogo, nota o ensayo relativo a
Lispector que no rozara al menos una vez el tópico de su
«misterio»1 . ¿Misterio de su prosa o de su vida? En todo
caso, tópico y liviandad en la que una lectura tan cuidadosa
como la de Adalber Salas jamás caería.
Yo hablaría, más bien, de danza. De danza entre dos discursos,
dos modos —ejemplares— de la prosa: la distante,
intensa (que no misteriosa) prosa de Lispector, con la más
cercana —¿porque la cerca? — prosa o lidia o lente con que
la apela Salas.
Cuatro movimientos, cuatro aproximaciones por las que
Salas Hernández nos conduce hasta esa quimera bifronte
—bendición y condena, balbuceo y ley, ganancia y pérdida,
juego y asedio a lo último indecible— que para Clarice Lispector
parece haber sido su don y su destino: la escritura.»