«De una buena historia, nunca retenemos la anécdota». Ahora bien, no podemos olvidar que «el lenguaje puede contar lo que de verdad ocurrió», nos tranquiliza Munir, en Cosas vivas. Al terminar el libro, la lectora comulga, estupefacta, con la realidad de los hechos, como quien ve arder Roma, y escribe, como bien sabe, o puede, algunas notas, casi glosas. Porque podemos afirmar que hemos visto, leído, percibido, admirado determinados episodios y eventos en el tiempo, no que los hayamos comprendido, de ahí el carácter difuso del comentario al pie. Uno: que la literatura nos proporciona excusas que, como tormentas perfectas, nos posibilitan alcanzar objetivos, más o menos fiables, que nos conducen o no a la experiencia más importante de nuestras vidas. Dos: que las personas no solo fallecen o desaparecen en la realidad misma o en la ficción de un modo «material». Tres: hay tantas historias como observadores, tantas como modos existan de narrar un acontecimiento. Cuatro: la especulación es el mayor espectáculo dentro de un texto porque nos permite desautomatizar la categoría «experiencia», y así falsificar, mentir, no dejar rastro. Cinco: en fin, qué gran novela.
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